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25 de fevereiro de 2013

HISTORIA E IMAGINACION

H.R. TREVOR-ROPER

Discurso de despedida leído ante la Universidad de Oxford el 20 de mayo de 1980

H. R. Trevor-Roper (1914), Master of Peterhouse, Cambridge, no es sólo el autor de The Last Days of Hitler, Hermit of Peking, The Rise of Christian Europe, Renaissance Essayss, y el crítico, tan implacable como elegante, de la revista Encounter; sus célebres polémicas con historiadores como Arnold Toynbee, A. J. P. Taylor y E. H. Carr, verdaderas vindicaciones de la razón humana, tampoco agotan su compleja personalidad. Historiador preciso y fervoroso, es también, y quizá esencialmente, un filósofo de la historia; un filósofo sin inclinaciones metafísicas y que descree, felizmente, de las grandes explicaciones, las teorías absolutas y los determinismos históricos. La existencia de la libertad y la necesidad de la imaginación son dos de sus convicciones fundamentales.


¿Qué se dice en un discurso de despedida, además de la despedida final? Me despido ahora, no de mi materia ni, espero, de Oxford o de ustedes sino de mi cátedra. Debería, quizá, agregar un epílogo, llamémoslo así, al discurso inaugural, que pronuncié aquí hace veintitrés años. Hablé en aquella ocasión de la necesidad de la historia, aun de la historia profesional, en la educación del lego. He decidido referirme ahora a otro aspecto no profesional del estudio de la historia. Originalmente, mientras lo escribía, había titulado a mi discurso "Historia y libre albedrío": un título que quizá les parezca más apropiado para lo que voy a decir. Pero el libre albedrío, la elección de opciones, está en quienes participan en la historia. La función del historiador consiste en discernir esas opciones; y ésa es, indudablemente, la función de la imaginación. De ahí el título de mi discurso: "Historia e imaginación".

Una exposición como ésta es necesariamente algo subjetiva. Se me perdonará entonces, sobre todo en estas circunstancias, cierto espíritu autobiográfico. Nuestra visión de la historia proviene del enfrentamiento de la experiencia con la lectura y de la lectura con la experiencia, y una y otra son personales. La objetividad de la ciencia tiene su parte en el estudio de la historia, pero es una parte secundaria. El corazón de nuestra materia no está en su método sino en su móvil, no en la técnica sino en el historiador.

Hay, desde luego, gente que cree que la historia misma es una ciencia objetiva. La ven, supongo, como una técnica de estudio que se refina paulatinamente, hasta reconstruir el pasado con precisión matemática y objetividad absoluta. No creo, de todos modos, que muchos historiadores se sumen hoy a esta creencia. Es mucho lo que le debemos a los técnicos de la historia, de los filólogos del Renacimiento a los críticos-fuente del siglo XIX. Gracias a ellos nos hemos acercado a los grandes problemas de la reconstrucción histórica de una manera más exacta y útil que la de nuestros predecesores. Lo cual, sin embargo, no nos hace mejores historiadores. Incluso los historiadores más objetivos, no tardamos en comprenderlo, estaban presos, aunque no lo supieran, y no podían saberlo, en una filosofía condicionada por la experiencia subjetiva. Hasta las computadoras necesitan un programa. No existen las teorías objetivas, ni los instrumentos perfectos. Es inútil suponer que podremos construirlos en la quietud de un monasterio o en un comité (por lo demás, ¿ha salido alguno de un comité?). Las ideas y el conocimiento práctico reciben la influencia del mundo exterior, influencia que varía de generación en generación, de persona en persona, y nunca puede ser exactamente la misma.

Todos tenemos a veces la tentación de hacer la historia más científica de lo que nos parece; quisiéramos verla convertida, ya lejos de sus orígenes en la literatura, el mito y la poesía, en un sistema regular con leyes férreas. Pero al cabo debemos admitir que un método semejante, aunque pueda refinarse, jamás será perfecto. Lo mejoramos continuamente, limitando la intervención de la Fortuna y la libertad humana. Pero si alguna vez logramos eliminarlas ambas a la vez, ¡cuidado! Nos habremos quedado sin hombres. Nuestras asépticas destilaciones serían reemplazadas por un agua más fresca, una historia recién salida de la fuente.

Me pregunto ahora, no sin asombro, por qué me incliné, al estudio de la historia ─ ya un tipo particular de historia ─ a veces pienso que se debió, en parte, a una casualidad de mi nacimiento. Me crié en una zona rural de Northumberland del norte, entre los símbolos, o el sedimento, de siglos y siglos de historia: no reliquias muertas, que hubiera que desenterrar científicamente o reconstruir pacientemente, sino visibles, palpables, todavía vivas para la imaginación menos refinada. Hacia el Sur estaba la muralla de Adriano, cuya gran extensión, que sube y baja siguiendo el contorno de las colinas y los valles, impresionó tanto a Camden quando la visitó, hace cerca de cuatro siglos. Es, seguramente, el monumento más grandioso de la bretaña romana. Al norte, las colinas de Cheviot, con sus fortines y sus torres vigías que miran, por sus estrechas hendiduras y con bien justificada suspicacia, hacia los soplones escoceses; y la ciudad de Berwick, finalmente recuperada por Ricardo III (recordémoslo en su honor) y resguardada tras esas espléndidas murallas construidas para la reina Isabel por dos refugiados italianos. En el oeste, deshabitados páramos baldíos nos evitaban tener que pensar en los galeses de Cumbria, tan opuestos psicológicamente a nosotros como las antípodas. Y en el este, esa maravillosa costa de acantilados de dolerita, rocas que lleva la marea y arena, con su cordón de castillos románticos: primero, aún sobre tierras sajonas, las dos atalayas gemelas de Lindisfarne y Bamburgh, que se miran de frente como Sesos y Abidos, sobre el brazo de mar que las separa; luego, más al sur, la ruinosa fortaleza medieval de Dunstanburgh, que según Malory podría ser la Joyous Garde de Arturo, y la de Warkworth, que corresponde todavía a la descripción de Shakespeare:

this worm-eaten hold of ragged stone
(carcomida prisión de áspera roca)

En esa región ─ una isla, más bien, limitada por la colina, el monte, la muralla, el páramo y el mar ─ descansan, visibles para el ojo de la imaginación, capa tras capa de historia inglesa. Quizá no es una casualidad, pienso ahora, que esa región tan poco populosa haya sido, o llegado a ser, la casa de tantos historiadores: Trevelyans y Wallington, herederos y continuadores conscientes de Maculay, tío de uno y tío abuelo del otro, respectivamente; los dos Hodgkins, historiadores de Italia y sus invasores y de la Inglaterra anglosajona; Mandell Craighton, que escribió su historia de los Papas en la vicaría de Embleton; mi predecesor, Sir Maurice Powicke, que nació en Alnwick, y Dame Verónica Wedgwood, de Newcastle; mi vecino, Sir Steven Runciman, de Doxford.

No es, por supuesto, una razón muy intelectual para I estudiar historia. Quizá sea además demasiado provinciana. Pero en algún lado ha y que comenzar, y puede no ser tan malo comenzar con la imaginación. Es algo que siempre puede corregirse; por el contrario, si comenzáramos por corregimos corremos el riesgo de acabar en el Tedio. ¿Cuándo me corregí? Me gustaría decir que cuando leí la historia de la escuela de Oxford, pero no estoy muy seguro de que sea verdad. En el mejor de los casos, lo será sólo parcialmente.

Fue durante mi segundo año en Oxford, mientras leía el tedioso e inexpresivo poema épico griego de Nonnus, cuando decidí cambiar los clásicos por la historia. Ya he leído, me dije, toda la literatura clásica que valía la pena leer, y mucha que no valía. ¿Para qué raspar el fondo del barril? Nonnus, me pareció, estaba muy cerca del fondo. Decidí, entonces, que a partir de ese momento los clásicos serían mi descanso, y la historia, para la cual no había fondo ni fin, mi forma de ganarme la vida. Los preceptores de la Iglesia de Cristo eran entonces muy tolerantes, como sin duda siguen siéndolo. No hubo discusión, objeción ni reconvención alguna; me cambié, pues, a la Historia Moderna. Mi forma de leer, que era la de un aficionado, se volvió o empezó a volverse profesional. Muy poco tiempo después descubrí que la historia no era un arte sino una ciencia.

Había entonces en mi universidad un preceptor joven, ahora ennoblecido ex político, que estaba decidido a reformar y modernizar lo que consideraba una enseñanza de la historia algo tradicional y pasada de moda. En mi primer periodo como estudiante de historia me invitó, junto con mis condiscípulos, a sus oficinas para hablarnos de la filosofía marxista de la historia, que había abrazado con evidente devoción. Nos explicó que teóricamente era posible descubrir las leyes objetivas del cambio histórico, y que la forma de probarlas, una vez descubiertas, era ver si capacitaban a alguien para predecir la siguiente etapa del proceso histórico. La interpretación marxista, nos aseguró, había pasado la prueba: desde la época del propio Marx había predicho el curso de los acontecimientos con sorprendente exactitud. Se podía, por lo tanto, considerarla ahora científicamente válida. Como dijo otro escritor marxista, de la escuela de Balliol: una vez aceptado, "todo cae pronto por su propio peso". No fue, sin duda, lo único que dijo nuestro preceptor; fue lo que más me impresionó. El vasto teatro de la historia, antes tan indeterminado, tan informe, tan misterioso, tenía ahora, por lo visto, una hermosa regularidad mecánica: la ciencia moderna nos había proporcionado una llave maestra que, con un agradable clic, haría girar todas sus cerraduras, abriría todas sus cámaras oscuras y revelaría todos sus movimientos secretos. Era muy emocionante. Por desgracia, apenas traté de utilizar la llave me encontré con algunas dificultades. Dificultades que no radicaban en la historia del pasado, esa débil sustancia que no ofrece resistencia y es maleable a voluntad, sino en la experiencia del presente, que no es maleable.

Creo que los historiadores de todas las épocas, con excepción de los que se ocupan exclusivamente de la antigüedad, ven la historia con los acontecimientos del presente como trasfondo ─ un trasfondo decisivo. Recurren a ella para explicar los problemas de su propio tiempo, para dar a esos problemas un contexto filosófico, un continuum en el cual pueden reducirse adecuadamente y, quizá, hacerse inteligibles. Los historiadores del Renacimiento italiano quisieron dar cuenta de las revoluciones que destruyeron a su mundo en el momento de su máximo esplendor; los de la Ilustración, descubrir los mecanismos del progreso. En el siglo XIX, los historiadores ingleses buscaron en la historia los orígenes de nuestro poder institucional, mientras que los alemanes entendieron que este poder explicaba la derrota de Napoleón y la unificación de Alemania durante la monarquía prusiana: una opinión no aceptada del todo por los franceses.

¿ Y cuál era, nos preguntábamos entonces, el gran problema de los treinta? Era, por supuesto, el ascenso repentino y aparentemente inevitable de dictaduras agresivas en un mundo al que, siempre lo habíamos dicho, la democracia había puesto a salvo con la victoria de 1918. ¡Qué irreales parecen hoy aquellas viejas promesas! En Italia, Mussolini había creado una nueva forma de poder y se disponía a fundar un nuevo Imperio Romano en el Mediterráneo y en África. En Alemania, Hitler había terminado con la democracia y amenazaba con reordenar Europa por la fuerza. El imperialismo japonés conquistaba China. Estos enérgicos nuevos dictadores hicieron la paz en la política del mundo. No porque aborrecieran la guerra: ya entonces instigaban a la guerra civil en España. Una guerra civil en la que ellos serían los vencedores, y que nos pareció el preludio, el ensayo general, de una guerra todavía más grande, que, dados la indiferencia y el pacifismo de Occidente, también ellos podrían ganar.

Todos sabemos cómo obsesionó este problema a aquella generación de estudiantes, y cómo, en los arrogantes cónclaves solipsistas de ciertas universidades de Cambridge, hizo que incluso jóvenes inteligentes adoptaran las posiciones más absurdas, rindiéndose, perinde ac cadaver [tal qual um cadáver], al comunismo soviético, la única fuerza que podía garantizarle un futuro libre al mundo. Conclusiones tan viles no se esgrimieron en Oxford. En mi caso, uno de los resultados fue que encontré difícil de aceptar la autoridad de la ciencia histórica marxista.

¿Había anunciado Marx, o cualquier chismoso marxista, la aparición del fascismo? La respuesta era: No. Todo lo que podía decirse era que, al aparecer el fascismo, los profetas se habían apresurado a poner al día sus profecías, para explicar que el fascismo no era sino el último estadio del imperialismo. Así como los profetas milenaristas del siglo XVII se encontraron con ciertas objeciones inconvenientes a sus predicciones científicas al explicar que el Anticristo debe andar suelto y tener su última oportunidad de obrar libremente antes que el reino de Cristo y sus santos pueda comenzar, así los modernos pensadores marxistas dejaron de lado a Hitler ya Mussolini, fenómenos efímeros, demasiado insignificantes para ser mencionados por las prensas oficiales: burbujas que salen a la superficie sólo para estallar y disolverse de nuevo en la majestuosa corriente de la historia, que avanza por un cauce predeterminado. Esa había sido siempre, por supuesto, la doctrina oficial del partido comunista ruso. En 1933 Moscú había instruido a los comunistas alemanes para que no perdieran el tiempo enfrentándose a los nazis, que estaban destinados a fracasar, y reservaran su coraje para usarlo contra los más peligrosos, "los socialfascistas" ─ es decir: los socialdemócratas ─. Naturalmente, el análisis independiente de los objetivos intelectuales marxistas de Occidente tomó por verdadera esta misma doctrina.

En 1939 la esperada Segunda Guerra Mundial estaba cerca. Y mientras más se acercaba, más se debilitaban esos tranquilizadores razonamientos. La Rusia comunista, lejos de resultar el único oponente de la Alemania nazi, no tardó en convertirse en su aliada y asegurarse así un triunfo inmediato. Para 1940, gracias a la cooperación de Stalin, Hitler era el amo de Europa; el siguiente año un accidente ─ sí, un accidente ─ hubiera bastado para ponerlo en cualquier momento en condiciones de conquistar el mundo. El fascismo, esa burbuja sin importancia, habría hecho que la majestuosa corriente de la historia tomara un cauce completamente nuevo.

De esa época proviene la firme convicción que sostengo como historiador: la creencia en el libre albedrío histórico.
Se me dirá que he dado por supuestas algunas cuestiones. Permítanme, entonces, que sea un poco más explícito. Objetivamente, en 1940 Hitler había ganado la guerra en Occidente, y la negativa británica a aceptar la derrota era ilógica, carente de realismo y absurda. Habría bastado que Gran Bretaña lo reconociera y abandonara la batalla, para que Hitler quedara en la posición que tenía Bismarck en 1866. Derrotados sus otros enemigos, habría estado en libertad de concentrar sus fuerzas contra el último y, tras derrotado en una tercera Blitzkrieg, establecer su nuevo imperio. Difícilmente puede negarse que, en tales circunstancias, habría derrotado a Rusia. Estuvo, en realidad, muy cerca de lograrlo. "Todo lo que Lenin y nosotros hemos estado tratando de construir se ha perdido", exclamó Stalin cuando su gobierno evacuó Moscú, que parecía condenado a caer ante esa primera invasión aniquiladora. Una victoria final alemana en Occidente, si eso hubiera ocurrido, habría sido toda la diferencia.

Y qué fácil habría sido que, ese año, un mero accidente decidiera la victoria de los alemanés en Occidente. Se me ocurren cuando menos cuatro posibles accidentes, cada uno de los cuales podría haber producido ese efecto. Primero, nadie podía suponer razonablemente que, en el preciso momento en que Francia caía, habría en la Gran Bretaña un estadista capaz de unir a todos los partidos y al pueblo en la voluntad y la fe para continuar lo que fácilmente hubiera podido describirse como una batalla sin sentido. No siempre hacen las crisis aparecer al hombre adecuado: los momentos de decisión vital pasan rápidamente y, en un periodo de confusión, la capacidad de acción puede perderse sin remedio. De la misma manera, nadie hubiera podido predecir que, en ese momento histórico, tendríamos el servicio de inteligencia vital ─ el "Ultrasecreto" ─, que, directa o indirectamente, nos aseguraría la victoria aérea en toda la Gran Bretaña. En tercer lugar, no era razonable suponér o siquiera esperar que el general Franco, al que después de todo habían puesto en el poder nuestros enemigos, resistiera la tentación a la que Mussolini había cedido tan fácilmente y se ¡negara a precipitárse sobre la ayuda del aparente vencedor. Si Franco hubiera consentido en permitir un ataque a Gibraltar, ese ataque ─ como lo demostraban las experiencias de Creta y Singapur ─ probablemente habría tenido éxito. El Mediterráneo se habría cerrado entonces para la Gran Bretaña y todo un escenario potencial de guerra y victoria futuras se habría aislado. Por último: nadie hubiera podido adivinar que Mussolini tenía en mente destruir los planes de Hitler para invadir Rusia con la sorpresiva invasión de Grecia.

De no ocurrir cualquiera de estas circunstancias, creo, toda la historia de la guerra habría cambiado. ¿Habría Japón atacado cruelmente Pearl Harbor, cuando la derrotada Gran Bretaña y Rusia ofrecían una víctima indefensa? ¿Habrían intervenido los Estados Unidos en Europa, cuando aún no se retiraban las tropas de ocupación, para salvar a la Rusia comunista? ¿No habría sido más probable que el sueño de Hitler se cumpliera? ¿Que el imperio alemán se hubiera establecido y dominado Europa y parte de Asia? ¿Que, en palabras de Hitler, la era alemana del mundo hubiera comenzado?

Habría, desde luego, mucho que matizar; pero no tiene importancia para lo que quiero decir: sencillamente, que la configuración política del mundo no es lógicamente deducible, en ninguna época, a partir de la historia previa; que los accidentes humanos vuelven imposible la historia "científica", y, sobre todo (aunque no es precisamente el tema de la discusión), que es ridículo que cualquier ciencia tenga que echar mano de recursos desesperados para "salvar los fenómenos". Porque sin duda es un gesto de desesperación descartar por efímero un movimiento que, con un leve golpe de suerte, habría dominado la historia de toda una época.

Y no sólo la historia: también la historiografía. El éxito llama al éxito, y si Hitler hubiera fundado su imperio ─ ese terrible imperio cuya descripción hizo en sus Conversaciones ─ no es difícil imaginar cómo lo habrían tratado los historiadores posteriores. Los historiadores, en general, son grandes aduladores del poder. Hitler no fue más insensible ni menos inteligente que Lenin o Stalin, a los que sin embargo no les faltó nunca, puesto que triunfaron, quien los apoyara históricamente. Si Hitler hubiera ganado su última apuesta, como la ganó Bismarck, ¿figuraría del mismo modo en los libros de texto? ¿No aparecería ahora como el fundador del último y más grande Reich alemán, como el estadista genial que realizó (a cierto precio, sin duda, pero en política siempre debe pagarse alguno: la grandeza no se gana sólo con la virtud, o quizá no completamente) la ambición de un siglo, el destino histórico de una nación? ¿No lo aclamarían por haber restaurado, sobre una base más amplia y duradera, y con los mismos métodos (por ello doblemente consagrados), el imperio que Bismarck había fundado y al que luego ─ por un mal cálculo, no un error fundamental ─ había dejado languidecer? Y, en rigor, sigue siendo la misma persona que sólo porque fue derrotado por un escaso margen, ha sido desechado por varias generaciones de respetables historiadores como un mero "dictador charlatán", un insensato, un aventurero apátrida, sin otra idea que la conquista del poder personal.

Tampoco fue una reputación personal lo único transformado por ese escaso margen. En su caída, Hitler arrastró además a Bismarck. La obra de Bismarck, que parecía tan sólida a finales del siglo, se ve mucho más frágil después de 1945. Con Bismarck, además, se fue a pique la característica filosofía de la historia elaborada en la Alemania del siglo XIX, a la que sus obras habían consolidado y que fue hasta nuestros días la ortodoxia en las escuelas alemanas.

¡Qué liberadora filosofía fue ésa cuando se expresó por primera vez, recién nacida de la inspiración de Herder y Goethe, cuando las sombras de la ilustración se desvanecían ya en la primera aurora dorada del Romanticismo: ¡una filosofía que le devolvió la autonomía al pasado y nos dio nuestro concepto cabal de la cultura! A lo largo de un siglo, esta filosofía dominó toda la reflexión sobre la historia. Fuera de Alemania ─ en Suiza, en Rumania ─ sirvió de inspiración a algunos, de los más grandes historiadores. Pero en Alemania, donde el poder del Estado se arrogó los derechos de la cultura y donde más tarde una raza se hizo cargo de los derechos ya usurpados por el Estado, fue transformándose gradualmente; y aún en 1939, puesto que se mantenía fiel a su antiguo fundamento, seguía avanzando, y no sólo debido a vulgares propagandistas, sino a los más grandes y más refinados historiadores alemanes, que habrían de celebrar en la guerra victoriosa de Hitler la consumación de una misión histórica y de su propia filosofía de la historia. Si Hitler hubiera ganado la guerra, ¿podríamos dudar de que esa filosofía, que es hoy letra muerta, habría cobrado nuevas fuerzas, se habría convertido en la doctrina del continente?

No dudaría, entonces, en decir que entre 1940 y 1941 un simple accidente, que muy fácilmente pudiera haber ocurrido, no sólo habría revertido el final de la guerra y transformado, en consecuencia, la faz del mundo, sino que habría impuesto además una nueva síntesis de ideas y de poder, creando un nuevo contexto lo mismo para la política que para el pensamiento. Dicha síntesis, una vez creada, podría haber durado generaciones enteras, como lo ha hecho la síntesis comunista que, a su vez, y por el mismo accidente, habría sufrido el destino del nazismo: habría sido desmantelada totalmente, para no ser jamás reconstruida en la misma forma. Esta reflexión, muy simple, no puede sino afectar nuestras ideas acerca del proceso histórico.

Cuando Pascal escribió que si la nariz de Cleopatra hubiera sido un poco más larga la faz de la tierra habría cambiado, estaba cayendo en una retórica sin fundamento, que cualquier historiador riguroso debería deplorar. Con todo, no puedo sino pensar que si el 23 de octubre de 1940, en Hendaya, el general Franco hubiera sustituido efectivamente un monosílabo por otro ─ si en lugar de no hubiera dicho si ─ nuestro mundo sería del todo diferente: el presente, el pasado y el futuro habrían cambiado por igual. Pero una vez que hubiera cambiado, nadie se habría demorado en ese pequeño episodio. La victoria de los alemanes se habría atribuido, así, no a dichas causas sin importancia, sino a la necesidad histórica.

Después de 1945, por supuesto, las viejas doctrinas se restablecieron. Una vez que Hitler hubo perdido la guerra, se dijo que nunca hubiera podido ganarla. Había cometido la insensatez de desafiar a las grandes potencias del futuro. Había intentado detener el progreso de la humanidad y desviar el curso de la historia mundial. Era, evidentemente, un lunático condenado al fracaso. La historia mundial, que es lo que más tarde sabemos de lo ocurrido, tiene siempre, por definición, la última palabra.

Esta doctrina restaurada fue expresada, en una forma artificiosa y lapidaria, por un distinguido historiador: el señor E.H. Carr, en una serie de conferencias pronunciadas en Cambridge en 1961 y publicadas, ese mismo año, con el título ¿Qué es la historia? Según Carr, la historia es el registro de lo que la gente hizo, no de lo que dejó de hacer. Se refirió con cierto desdén a quienes se interesan por los callejones sin salida y los "podría haber sido" de la historia. Que esto no es una simple boutade, lo muestra la misma obra de Carr, en la que la doctrina del progreso, y su identificación con la causa de veras triunfante, están elegantemente expuestas. Vemos a Napoleón arrastrar "los milenarios despojos del feudalismo", y a los infortunadas rivales de Lenin destinados ignominiosamente al basurero de la historia: "El único camino digno para el historiador", dice provocativamente Carr, "es escribir como si lo que pasó hubiera estado de hecho obligado a pasar, y como si su deber consistiera simplemente en explicar qué pasó y por qué". Quienes se entretienen en "juegos de salón" con los "podría haber sido" de la historia no pueden, piensa Carr, ser historiadores serios o siquiera hombres honestos. Pueden pensar que están interesados en la verdad, pero en realidad están buscando compensar desilusiones o fracasos personales. Ellos mismos están ya, en verdad, en el basurero de la historia, y el basurero nos llama al basurero con voz débil y lastimosa. Así pues, no perdamos el tiempo: no forcemos nuestros oídos para captar esas lánguidas voces desfallecientes, que se ahogan en lágrimas y entre la basura. Pero Carr es aún más lacónico: "librémonos de una vez por todas de estos arenques ahumados".

Ninguna frase, creo, fue más un agravio para mis propias creencias que la frase sobre los "pudo haber sido" de la historia. Estoy de acuerdo, por supuesto, en que algunas especulaciones históricas son inútiles y en que algunas pueden reflejar una nostalgia personal. Pero en cualquier momento dado de la historia hay alternativas reales, y descontarlas como irreales porque no se cumplieron ─ en palabras de Carr: porque fueron "clausuradas por el fait accompli" ─ es sacar a la realidad de la situación. ¿Cómo podemos "explicar lo que ocurrió, y el por qué", si sólo miramos lo que ocurrió y no consideramos nunca las alternativas, la configuración de todas las fuerzas que intervinieron para crear el acontecimiento?

Tomemos el caso de las revoluciones. Todos conocemos las revoluciones que ha habido. ¿Cómo hemos de "explicarlas", sin embargo, si no podemos compararlas con las que no ha habido ─ es decir, con esos momentos de la historia en que hubo circunstancias y fuerzas similares y, aún así, no estalló la revolución? Sostener que "lo que ocurrió tenía que ocurrir" es dar por supuesta la razón por la cual ocurrió y, de golpe, privar a la historia tanto de sus lecciones como de su vida.

En 1646 el Parlamento inglés había ganado la guerra contra Carlos I. El poeta republicano Tom May, al que el Parlamento acababa de nombrar su historiador oficial, expresó una opinión que muchos historiadores han repetido después: la revolución había estado siempre obligada a ocurrir. Había estado gestándose, escribió, desde los últimos años de la reina Isabel y era claramente perceptible, en el fondo, bajo la paz aparente de la época de Carlos I. Los elegantes ideólogos puritanos, que ya entonces habían entrado en el juego, confirmaron esta opinión. Invocando las matemáticas místicas de la ciudad celestial, declararon que las contiendas políticas de Inglaterra habían sido anunciadas veladamente por los profetas de Israel, y que el resultado de la batalla de Marston Moor ─ una maldita cosa tremendamente reñida, en opinión de los participantes ─ podía leerse en los misterios del Libro de Daniel y en el Apocalipsis. Pero un historiador más grande que Tom May pensaba de manera diferente. "No soy", escribió el monárquico Clarendon, "tan perspicaz como los que han visto maquinarse esta rebelión desde la muerte de la reina Isabel, y quizá incluso desde antes", e insistió en que en muchos momentos, sobre todo en 1641, los políticos podrían haber evitado "esta rebelión innecesaria", si hubieran actuado con prudencia. Quizá estaba en lo correcto. ¿Tenemos derecho a negar esa posibilidad, cuando han pasado tres siglos? Y entonces, quizá, el tiempo habría gastado esas fantasías milenaristas, que permanecerían enterradas en la obsoleta subcultura de los fundamentalistas puritanos que miraron hacia atrás hasta que, con el paso de una generación, cayeron sin ser notadas, como tantas otras disparatadas fantasías, en el siempre abierto basurero de la historia.

¿Habría podido evitarse la revolución en Inglaterra en aquellos años, como se evitó después de 1840 ─ cuando no ocurrió? ¿Estaban Carlos I y Jaime II destinados a fracasar? ¿Habría podido un rey más juicioso que ellos conservar o restaurar la monarquía autoritaria en Inglaterra, como se hizo en tantos otros países de Europa? Sus contemporáneos pensaron que podían hacerlo; ¿por qué habríamos de negarlo nosotros? Entre 1630 y 1640 Inglaterra llegó a acostumbrarse a un régimen conciliar. Algo que sin duda no le gustó a los viejos parlamentarios: tampoco le había gustado a los Estados Germánicos el nuevo gobierno centralizado en Bavaria y Austria. Pero una nueva generación aceptó el cambio. Según Brunton y Pennington, en 1640 los oponentes de Carlos I eran, en promedio, once años más viejos que los miembros monárquicos del Parlamento. Pocos años más tarde, la balanza se habría inclinado definitivamente. Con lo cual, ya que el poder es un imán como ningún otro, ¿no podrían haberse adaptado a él y a su nueva confliguración los líderes de la sociedad?

Algo parecido ocurrió poco después de 1680. Para entonces, la monarquía autoritaria, sólidamente basada en la alianza entre el campo, la ciudad y la iglesia, parecía casi un hecho. Si Jaime II hubiera puesto, como hizo su hermano, a la política por encima de la religión ─ si no hubiera roto caprichosamente el pacto entre la Iglesia y los hacendados ─ probablemente la "reacción de los Estuardo" no habría cobrado importancia, ni habría echado raíces. ¿No habrían vuelto entonces los ilustres Whig de Inglaterra, como los ilustres hugonotes de Francia, a adorar el sol naciente? En lugar de una "ascendencia Whig" hubiéramos tenido un "despotismo ilustrado", y los historiadores explicarían que también eso era inevitable.

Si queremos estudiar la historia como una materia viva y no sólo como un colorido desfile, una crónica de la antigüedad o un dogmático sumario, no debemos perdemos de ningún modo en especulaciones estériles, pero debemos darle su lugar a la imaginación. La historia no es únicamente lo que ocurrió: es lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido. Hay que tener en cuenta, entonces, como un elemento indispensable, las alternativas, los "podría haber sido". Puede que ahora estén en el basurero; ahí mismo han ido a parar, sin embargo, quienes los desecharon. Por lo demás, ¿quién puede decir con seguridad cuáles se quedarán fuera del juego? Después de lavarse las manos, Pilatos creyó seguramente que cierto episodio había sido "cerrado por el fait accompli"; pasarían tres siglos antes de que los romanos cultos reconocieran que había sido él, y no Jesús, quien había perdido la partida.

Es un error confundir los hechos con las causas y suponer que el historiador puede explicado todo limitando su interés a "lo que ocurrió". ¿ Por qué tendríamos que suponer que todas las respuestas están contenidas en los hechos? Hay hechos que no son causas, y causas que no son hechos. Las ideas y los mitos son fuerzas poderosas de la historia. También son meros estados de ánimo: los hechos objetivos pueden ser los mismos en dos coyunturas históricas, pero diferente la atmósfera moral. Hay, entonces, esas "ocasiones perdidas": coyunturas históricas en las que las grandes aspiraciones parecen a punto de realizarse, sólo para ser sorprendidas ─ quizá no inevitablemente, quizá por un accidente o una tontería de los hombres ─ por una realidad muy distinta. Pienso en ese verano de 1641 en Inglaterra, cuando parecía haberse llegado a un acuerdo, a la base de una nueva reforma pacífica: cuando John Milton y Stephen Marshall saludaron "el verdadero jubileo y resurrección del Estado"; pienso, también, en el comienzo de la Revolución Francesa, cuando Wordsworth pensó que estar vivo era una dicha; y en ese momento de la historia de los Países Bajos, después de la pacificación de Ghent, que tan brillantemente ha reconstruido Frances Yates. Todas esas ocasiones de esperanza estaban perdidas: pero ¿estaban necesariamente perdidas? ¿No hay otras semejantes que se hayan ganado? Ignorar tales ocasiones perdidas, borrarlas impacientemente del libro de la historia como si simplemente no hubieran ocurrido, es no sólo un error, sino un error craso. Un error porque, aun cuando se frustraron, explican los motivos de los personajes de la historia y encierran una lección histórica; un error craso, además, porque hay en ellos una realidad más profunda: habría que ser insensibles y filisteos para ignorarla. Aunque políticamente estériles, han contribuido, más que cualquier simple hecho, al arte y a la literatura, que son el depósito siempre valioso de la historia del pasado.

Sólo si nos colocamos ante las opciones del pasado como ante las del presente; sólo si vivimos por un momento como vivía el hombre de la época, en su contexto todavía cambiante y entre sus problemas todavía no resueltos; si vemos que se nos vienen encima esos problemas, así como los recordamos cuando han pasado, sólo entonces podremos sacar lecciones provechosas de la historia. Eso quería decir la famosa frase de Ranke ─ el joven Ranke, aún no corrompido por el determinismo filosófico de Berlin ─, que ha sido tantas veces citada, y casi siempre mal empleada: Wie es eigentlich gewesen [como era realmente].

Es necesario un esfuerzo de la imaginación para restituir al pasado sus incertidumbres perdidas, para volver a abrir, así sea por un instante, las puertas que el fait accompli había cerrado. Pero es sin duda un esfuerzo necesario si queremos ver la historia como algo real y no simplemente como un útil esquema. Pues ¡cuántas veces se ha burlado la historia de sus "científicos" profetas! ¡Cuántas veces su curso verdadero se ha derivado no de los acontecimientos patentes sino de fuentes ocultas, inadvertidas! Para quienes sostienen que el curso de la historia puede predecirse, y no sólo en la forma más general y condicionada, me gustaría plantear una pregunta muy sencilla. Que se imaginen en algún momento de su vida, no muy lejano, del que aún conserven memoria, y digan honestamente si entonces hubieran podido predecir lo que de hecho sucedió: los acontecimientos de su propia vida, su propia experiencia. Tomemos como punto de referencia el año de 1945. En 1945 cualquiera podría haber predicho la rivalidad de las dos superpotencias: los Estados Unidos y Rusia. La habían previsto, después de todo, Tocqueville y otros cien años antes. Pero ¿quién hubiera predicho que Alemania seguiría dividida treintaicinco años después de su derrota?, ¿que Berlín seguiría siendo una isla dividida, en un mar comunista?, ¿que habría una base rusa frente a las costas de Florida?, ¿y que países enteros de África serían conquistados por el ejército de esa isla del Caribe?

O, para ir un poco más lejos, tomemos el año de 1910. El 1910 cualquiera podría haber predicho una guerra mundial provocada por el poder militar e industrial de los alemanes Pero ¿podría alguien haber previsto las consecuencias de semejante guerra: el hundimiento de tres grandes imperios la revolución bolchevique, el ascenso del fascismo? Retrospectivamente, desde luego, podemos leer los signos, seleccionar las pruebas y, con plena satisfacción, predecir lo que visiblemente había ocurrido. Pero ¿quien previó en su momento tales cosas, quién hubiera creído en ellas si las hubieran predicho? Hace un siglo, los geopolíticos podrían haber previsto la prolongada colonización que harían Rusia y los Estados unidos de los territorios deshabitados de Oriente y Occidente; pero ¿quién hubiera podido prever la más sorprendente colonización del Mediterráneo oriental: la creación del Estado de Israel? Puede gustarnos o no, podemos admirarla como la realización de un sueño romántico, una victoria de la fuerza de voluntad del hombre sobre las realidades obstinadas creadas para limitarla, o podemos deplorarla como la última cruzada de Occidente, la más reciente aventura del imperialismo occidental, en busca no de comercio sino de colonias, Lebenstraum [sonho]. Sin duda es en realidad ambas cosas. Pero no podemos negar que es una hazaña histórica extraordinaria. Qué lejos estaban los estadistas británicos que escucharon a sus primeros abogados de preveer las actuales consecuencias: la sustitución de un "hogar nacional" judío por un Estado nacional; la consecuente transformación del Medio Oriente; el incendio de todo el mundo árabe; grandes potencias, incluso superpotencias, obligadas a pagar rescate por los fundamenta listas árabes en Libia y los revoltosos derviches en Irán. Pero, por otra parte, ¿quién hubiera podido prever entonces el terrible holocausto europeo que hizo posible esto?

Hace veinte años yo mismo estuve en Irán, y tuve oportunidad de visitar la ciudad sagrada de Qum, el lugar donde nació un mullah chiíta entonces desconocido, el ayatola Jomeini. Un nuevo pozo petrolero se había abierto recientemente cerca de Qum. Fui recibido ahí por el ingeniero encargado, un persa amabilísimo, educado en Occidente, que se alegraba de ese nuevo triunfo del progreso tecnológico. Con un entusiasmo creciente, enumeró los miles de barriles diarios que estaba produciendo entonces su desbordante pozo, y los cientos de miles que pronto produciría. Y, como el joven Macaulay, se vanagloriaba de la nueva sociedad moderna que ya veía crecer alrededor de esto: una torre saludaría a la otra en las colinas persas, y el desierto florecería como los pozos petroleros. En veinte años, dijo con orgullo, habremos creado un nuevo Irán, un nuevo iraní, y todos esos mullahs ─ y señaló despectivamente hacia la ciudad sagrada ─ habrán desaparecido: no tendrán nada que hacer aquí y ni siquiera serán imaginables en nuestro maravilloso nuevo mundo. Hoy, los veinte años han pasado. Me pregunto si este amable tecnólogo sigue con vida en Irán. De ser así, debe de estar muy sorprendido.

Pero no tiene de qué avergonzarse. La historia está llena de esas sorpresas, y a nadie sorprende más que a quienes creen haber descubierto su secreto: quienes creen saber, no por intuición sino científicamente, la dirección en que se mueve. Los calvinistas del siglo XVI eran esa clase de hombres. Creían que sabían. Apartándose de las dos ciencias más exactas de su época, las sagradas escrituras y las matemáticas, habían construido un gran sistema de la historia, cuyas operaciones futuras podían calcular. Al iniciarse el siglo XVII, esperaron confiadamente la realización de sus sueños ─ y, así lo imaginaban, de la voluntad de Dios. ¡No podían haber quedado más decepcionados! En unos cuantos años, su gran síntesis quedó en ruinas: restos de una máquina voladora compleja pero mal fabricada, sus partes aún útiles ─ relojes, compases y uno que otro instrumento ─, robadas, se destinaron a usos doméstico; su poderosa máquina teológica y sus gloriosas alas filosóficas, quemadas y en pedazos, se oxidan en alguna barranca de Bohemia. Tal es, generalmente, el destino de los grandes sistemas históricos. La Revolución Francesa tomó por sorpresa a los enciclopedistas del siglo XVIII. Los whigs del siglo XIX fueron sorprendidos por el ascenso del socialismo; los marxistas del siglo XX, por el del fascismo. La revolución islámica de nuestros días es, como el desarrollo del Estado de Israel, un fenómeno que podría haberse predicho, y sin duda los libros de texto no tardarán en hacerla aparecer como la cosa más obvia del mundo, Pero nunca lo predijeron esos historiadores científicos que tan confiadamente esperaron el futuro: habían imaginado insuficientemente el pasado, ¿Quiénes han vislumbrado entonces con mayor claridad el futuro, entre los historiadores? Irónicamente, aquellos que menos han creído en las profecías de la razón: aquellos que, al contemplar la historia del pasado, han reconocido las limitaciones del libre albedrío humano pero poniendo, al mismo tiempo, el mayor cuidado en respetar sus derechos; aquellos, también, que para dar su lugar a la actividad de la imaginación han preferido antes plantear que responder preguntas, antes sorprenderse que "explicar por qué". Eso que hemos llamado "la maravillosa sabiduría de Tucídides" seguirá leyéndose, aunque no ofrezca ningún sistema ni responda ninguna pregunta, mientras las "historias universales" de los grandes filósofos caen una tras otra en el olvido. Gibbon es el único que sobrevive entre los grandes historiadores "filosóficos", y no porque posea una sólida filosofía (que sin duda posee) sino porque su filosofía nunca forzó el paso. No negó nunca el poder del libre albedrío. Y, sobre todo, su imaginación se mantuvo siempre despierta.

Siempre que sus ojos se fijaban en un acontecimiento o una situación histórica, Gibbon dejaba a su pensamiento vagar por lejanos horizontes, imaginando analogías, contrastes, posibilidades, para concebir o corregir una generalización. ¿Se habrían salvado más íntegramente las obras de los clásicos de la antigüedad si en la Edad Media, en lugar de la técnica para trabajar la seda, se hubieran llevado de China a Europa las técnicas de impresión? ¿Deberíamos "temblar ante la idea" de que se hubieran perdido más enteramente si Bizancio hubiera caído antes en poder de los turcos? ¡Qué cerca hubiera estado Roma en el siglo VII, sin el valor de un Papa extraordinario, de caer en el olvido en que se han hundido Tebas, Babilonia y Cartago! ¡Con qué injusticia se ha acusado a los godos ─ "esos bárbaros inocentes" ─ de la ruina de la antigüedad! "¡Qué gran momento para los anales de la ciencia", cuando Alejandro rescató los registros astronómicos de Babilonia y, a solicitud de Aristóteles, los envió a los astrónomos de Grecia! ¡Qué justa, la comparación entre los bárbaros lombardos de la Edad Oscurantista y los abogados y clérigos del siglo XVII, por el tratamiento que daban a las brujas! ¡Qué fatales han sido los efectos a largo plazo de la conquista de Rusia por los mongoles, "la marca profunda y acaso indeleble que la servidumbre de dos siglos ha impreso en el carácter de los rusos"! Y cómo resistir la tentación de citar aquí esa visión de lo que habría sido el futuro si la batalla de Poitiers del siglo XVIII se hubiera resuelto de modo diferente: el avance del Islam hasta los límites de Polonia y las tierras altas de Escocia. "El Rhin no es más infranqueable que el Nilo y el Eufrates, y la flota árabe podría haber navegado sin librar combate hasta la desembocadura del Támesis. Quizá la interpretación del Corán se enseñaría ahora en las escuelas de Oxford, y la santidad y la verdad de las revelaciones de Mahoma se demostrarían desde sus púlpitos a un pueblo circuncidado". Quizá todavía es posible.

A fin de cuentas, es la imaginación del historiador, no sus estudios o su método (por necesarios que sean), lo que le hará percibir las fuerzas ocultas del cambio. Es eso, supongo, lo que Theodore Momsem quería decir cuando habló del poder adivinatorio del historiador, y eso lo que quería decir Jakob Burckhardt cuando habló de Ahnung: la contemplación, la capacidad de "ver el presente que descansa en el pasado". Burckhardt negaba que la historia fuera científica. No reconocía ninguna ordenada Weltgeschichte , ningún "plan del mundo", Se negó a hacer profecías como las que hacían sus contemporáneos alemanes. "Nos encantaría saber qué olas nos llevarán por el océano" del futuro inmediato, escribió en 1870, "pero nosotros mismos somos esas olas". Con todo, gracias a que combinaba maravillosamente la imaginación y la comprensión histórica, previó él solo lo que ni Ranke ni Marx ni ningún otro contemporáneo suyo pudo prever: la aparición, en medio de la decadente sociedad de la Europa liberal, del nuevo despotismo industrial del siglo XX y, especialmente, de la Alemania del siglo XX. Hace unos años publiqué un artículo en el que me referí, de pasada, a este contraste. Fui puntualmente criticado por un historiador marxista, quien replicó que Burckhardt había tenido simplemente un golpe de suerte: había dado en el blanco sin que ninguna ciencia lo respaldara y no podía compararse con el "científico" Marx.

Cualquiera que lea los escritos de Burckhardt, y pueda extraer la profunda filosofía que encierran y que sostiene esa convicción profundamente sentida, podrá decir si esa crítica es justa. En suma, no lamento haber hecho que la mayor parte de ustedes leyeran algo de Gibbon y que algunos probaran un poco de Burckhardt.

Tal es, creo, la imaginación de la que las obras y los estudios de historia habrán de requerir siempre. Ejercerla quizá no esté en la medida de nuestras posibilidades; pero aceptar su importancia y reconocerla cuando entra en juego es, creo, esencial si queremos mantener los estudios históricos entre las preocupaciones del hombre, si queremos mantenerlos con vida.

Dichas estas palabras, debo preparar mi partida, con permanente agradecimiento a esta Universidad, a la que debo un periodo bastante largo de mi educación, y a la Facultad que me ha tolerado y mantenido, y contento de saber que la cátedra que hoy dejo no ha sido congelada ni se ha declarado innecesaria, sino que va a ser ocupada por un historiador muy distinguido, que casualmente es además compañero de trabajo, un antiguo alumno y un viejo amigo. Me da gusto además observar, en el momento de mi partida, un caso de predicción histórica casi burckhardtiana. Hace veintitrés años tuve la mala fortuna de molestar, con un obiter dictum histórico, a ese gran defensor de la iglesia católica, el ya fallecido Evelyn Waugh. En el transcurso del debate público que siguió y que llegó a veces a ser algo áspero, ese vigoroso escritor, creyendo que había ganado alguna ventaja sobre mí, lanzó una exclamación de triunfo. "Un curso de honor", escribió, "se ha abierto para Trevor-Roper. Debe cambiar de nombre y buscar una forma de ganarse la vida en Cambridge". Este pequeño episodio se borró de mi memoria mucho tiempo, hasta que hace unas semanas fue evocado, afuera de la librería de Blackwell, por el profesor Momigliano, cuidadoso cronista de historia antigua. Lamento que Waugh no esté vivo para saborear esta pequeña victoria, que gustoso le concedería a quien tanto hizo por nuestra" rica y delicada lengua", el vehículo necesario y el único medio que tenemos para conservar, lo mismo la historia que la imaginación.

[Publicado em Vuelta 114, Maio 1986.]